Como suicidarse y no morir en el intento.
La segunda semana de abril de 2004 decidí que iba a morirme. No puedo explicar lo que se siente tener los días contados. Cuando tenés diecinueve años y decidis que vas a morir, los colores se sienten más vivos y los olores por primera vez te llaman la atención. Intentas despedirte de la gente casi sin que se den cuenta. Haces una lista de las cosas que vas a perderte porque ya no vas a estar viva: la lista es casi nula, no hay muchas cosas que te importen. Tus hermanos… sí, tus hermanos te importan y tus padres también. Pero lo que más te importa es que el culpable cumpla su condena. Él me había dejado morir, él podría haberme salvado.
Era una experta en mentir y planear, así que tendría que ser creadora del mejor de los planes ahora que iba a morirme. Cómo planear una muerte impecable: muy bien, tenía que pensarlo dos veces, esto era definitivo, digno de una película. Mi vida siempre había sido un largometraje tragicómico, no podía terminar bien, no podía comer perdices, iba a suicidarme.
Cuando decidí que iba a morirme, fui a lo de Néstor y le dije que tenía problemas para dormir, que necesitaba urgentemente pastillas porque no podía estudiar, ni dormir, ni concentrarme. El pobre me creyó y me recomendó una psiquiatra: La bruja Sabrina. Así la llamaba, porque nunca me gustó su aspecto ni cómo me trataba. Era un tanto insolente, y tengamos en claro que para soberbia e insolente estoy yo. No iba a permitir que aquella bruja me quitara el lugar. De todas maneras tenía que convencerla de que me recetara pastillas así que lloré en frente de ella y le dije que me costaba dormir y que me sentía débil. No me hacía falta fingir sueño: estaba muy cansada por la falta de comida y tenía ojeras violetas las veinticuatro horas del día. Me recetó Rivotril y me dijo que tomara medio después de comer (“no como, pero los voy a tomar cuando llegue de la facultad”) y medio antes de dormir (“muy bien, tampoco duermo pero… en fin, pretendo dormir hasta siempre”).
En lugar de salir feliz porque mi plan habia dado resultado, tuve espasmos de angustia mientras bajaba en el ascensor hacia la calle. Iba a tomarme el micro para ir a mi departamento en Caballito. No quería esas pastillas porque determinaban mi muerte. Ni en sueños iba a tomarlas como Sabrina me había dicho (maldita bruja). Caminé llorando hasta que encontré una farmacia abierta, me enjugué las lágrimas y le pedí al farmaceutico las pastillas. Me pidió la receta, se la di desafiante. Me las dio: ya las tenía en la mano, no había vuelta atrás.
De todas maneras, seguí poniéndome obstáculos. No iba a morirme aquella noche, todavía quedaban muchas cosas por hacer, incluído el documental. Tan agonizantes eran mis noches, tan llenas de llanto, con la mente tan nublada, que el documental había pasado a un cuarto plano. Solo me interesaba morirme o parar esa tristeza o decirles a mis padres cuánto los iba a extrañar (cuánto los extrañaba) y que Alejandro contestase alguna de mis llamadas. Iba a escribir cartas de despedida a las personas que más quería. Iba a matarme el día que escribiera la última carta. Aquella noche iba a escribir la primera.
Mientras esperaba el micro en la Terminal, me llamó Mamá al celular. Me preguntó cómo me había ido con Sabrina, la psiquiatra. Le dije que muy bien y que me había dado unas pastillas para que durmiera y que seguramente me iba a sentir mejor en poco tiempo. Mamá me dijo que tuviera cuidado porque seguramente las pastillas eran fuertes, me aconsejó que jamás tomara una dosis mayor a la que me había prescripto la bruja. Conteniendo el llanto le dije a mamá que no iba a hacerlo y que la amaba. Supongo que le habrá sonado a despedida porque no le decía que la amaba muy a menudo.
Ya estaba arriba del micro, busqué un asiento contra la ventana y observé mi ciudad, que quizás visitaba por última vez. Lloré amarga, compulsivamente, sin poder parar. Lloraba porque iba a morirme, porque no había razones para no hacerlo. Lloré porque mi plan había dado resultado, porque podía convencer a la gente de cualquier cosa y porque todo lo que planeaba me estaba saliendo bien. Lloraba sin consuelo, como ahora mientras lo recuerdo, porque me estaba muriendo, porque tenía en mis manos unas pastillas que bien podían salvarme o desterrarme para siempre. Si les daba un buen uso quizás me hicieran bien y si seguía con mi plan iban a ser destructivas. Un arma de doble filo. Una inconsciencia darle una caja llena de Rivotriles a una paciente psiquiatrica.
Y sin embargo no eran suficientes. Pocos días después, llamé a Sabrina y le dije que había perdido la prescripción, que me sentía muy angustiada y que necesitaba las pastillas urgentemente. Me dio otro turno y me recetó nuevamente las píldoras para dormir. Subí el ascensor temblando, con ese presentimiento de que iba a desmayarme. Logré sostenerme en la pared antes de tocar el timbre. La psiquiatra me atendió, me instó a sentarme y a contarle cómo estaba y cómo había perdido la prescripción médica. Le dije que en el viaje a Caballito se había traspapelado con quién sabe qué cosa le inventé y que no iba a contarle acerca de mi vida porque para escucharme estaba Néstor. Le respondí que no se metiera en mi vida cuando me dijo que estaba muy delgada y pálida. La odiaba y sin embargo sin su firma no obtenía los rivotriles. Le dije que estaba comiendo pero que me sentía muy triste y sola en aquel departamento. “Estas pastillas van a calmarte la ansiedad y a ayudarte a dormir; en pocos días vas a sentirte mucho mejor”. Sí, claro. ¿Firmaste? Muy bien, buenas noches y hasta nunca.
Cuando sabés que estás caminando una calle por última vez en tu vida sentis que te recorre un hilo plateado de frío. La gente en la calle te llama la atención ¿a dónde van? ¿Cuándo van a morirse? No saben que están pasando por al lado de alguien que en cuestión de horas será solo un fantasma. Entonces pasas por un kiosco, ves los helados, los dulces, los chocolates, las papas, todo aquello de lo que te venis privando desde que una diosa inventada te consume la vida. Ves todo aquello y sin embargo no lo deseas porque ya no estás en ese mundo. Ya estás muerta. Te da lástima la gente que mañana va a despertarse, que pasado va a despertarse, que tienen toda la vida para hacerlo. Sabés que vos tenés solo lo que te queda de vida y que aquello es demasiado poco. Y que la muerte es demasiado pronto.
Llegué a Caballito en un taxi que no me hizo preguntas acerca de mi llanto que duró sesenta kilómetros. En la radio sonaba una canción donde un pobre tipo cantaba que amaba todo lo que su amante era: “sus alegrías, sus tristezas, lo que mide, lo que pesa”. Me pareció irónico escuchar que alguien amara lo que uno mide y pesa. Quizás yo también amaba todo lo de Alejandro, incluso su estatura y su peso. Amaba los granitos que le salían cuando se afeitaba, su voz bajita, casi imperceptible, su excelente inglés, su sabiduría, sus jeans y sus remeras, sus discos, sus dientes desprolijos, su lunar, sus cejas cortas y espesas, sus ojos de traficante estafador, amaba todo de él. Aquella canción resonó en mi mente hasta que llegué a mi departamento. Intenté retener el nombre y el autor, pero no tenía sentido. Iba a morirme, no iba a llevarme ninguna canción a la tumba (“además, a Alejandro no le hubiera gustado”).
El taxista no sabía que estaba transportando a una mujer casi muerta y ¡qué cosas raras pensamos antes de morirnos! Me imaginé si el taxista sabría la mañana siguiente que yo me había muerto. No, probablemente nunca se entere de que estaba transportando un cuerpo congelado.
Aquella noche escribí mi primera carta, era para mis amigas de la facultad. Les pedía apasionadamente que a pesar de mi muerte siguieran con el documental y les decía que iba a ser la mejor manera de recordarme para siempre. Les indicaba qué música ponerle, cómo llamar a Rachel en Australia y a Tessa en Estados Unidos. Les pedí que les dijeran que había muerto pero que tenía buenos recuerdos suyos y que les agradecía por participar en Todo sobre Ana. Lloré la hora entera que tardé en escribirla. Era desgarradora. No les perdonaba que les hubieran contado lo de mi “enfermedad” a mis padres “pero las quiero de todas maneras. Entiendo que cada uno trata de protegerse como puede y que ustedes eligieron esa manera egoísta de actuar. Ojalá yo hubiera sido un poco más egoísta para disfrutar la vida y dejar de sufrirla”.
La mañana siguiente fue como cualquier otra, solo que sentía mi cuerpo más liviano… un pedacito de vida me había abandonado con aquella carta. Aún quedaban muchas por escribir y cuando las terminara por fin iba a pesar lo mismo que una pluma.
En la universidad observé a mis compañeras, a cada una de ellas, y me despedí mentalmente. Mientras me hablaban yo pensaba “¿qué me dirías si supieras que pronto voy a estar muerta?”. No dije nada, la vida tendría que continuar sin mí; la vida iba a continuar sin mí y en aquel momento creía que muchas de aquellas personas de las que me despedía mentalmente siquiera iban a sentir mi falta.
Por la noche, llamé a Alejandro en medio de una crisis desgarradora de llanto. Quería gritarle: me estoy muriendo, me quedan pocos días de vida, necesito verte, quiero hacer el amor con vos, quiero que me toques, quiero saber que estoy viva. Por favor, abrazame. Acostate al lado mío: quiero entender qué es estar viva; quiero sentir emociones, quiero sentir. No quiero desmayarme cada cinco segundos, quiero vivir. Creo que quiero vivir. Alejandro, salvame.
No le grité nada de eso, simplemente lloré al teléfono y le rogué que viniera a mi departamento.
- por favor, flaco
- no, cielo, estoy cansado de tus caprichos
- por favor, Alejandro, te necesito… vos no sabes lo que es esto
- …
- No te imaginas lo que estoy viviendo, ale. Me estoy muriendo, por favor, tenes que venir.
- No. Ya te dije que no, además Romina me está llamando para comer.
- Alejandro, por favor, no me hagas esto. Por favor.
- Te tengo que dejar, mañana hablamos.
- ¿Mañana? ¿Y si mañana no estoy?
- Basta Cielo, no me asustes. Mañana hablamos.
No era insensible, era un enorme hijo de puta. No le interesaba lo que me estaba pasando. Nunca le había interesado, había estado engañándome todo este tiempo. Miré su cepillo de dientes al lado del mío y lloré, lloré fuerte, gritando, queriéndome morir en aquel preciso instante. Todavía faltaban algunas cartas. No podía morirme. Eventualmente me quedé dormida en el piso, con los ojos colorados de tanto llorar y con los huesos doliéndome por todo el cuerpo. Aquella noche decidí que no iba a quedarme por Alejandro, que si sobrevivía iba a ser por otra cosa. Pero por supuesto, no iba a sobrevivir. Alejandro, el sostén de mi vida no me quería. Ni siquiera respondía a mis llamados de auxilio. No le interesaba, nunca le había interesado.
Después de dos días ya tenía todas las cartas hechas. El diecinueve de abril fue el cumpleaños de María y para festejarlo, después de la facultad, nos fuimos a “comer” a Mc Donalds. Sabía que podía llegar a ser mi última oportunidad de probar bocado y dije: si me ofrecen algo, voy a comer, de otra manera moriré de hambre. Cuando hicimos la fila para pedir la comida en la caja, unas a otras se preguntaban qué iban a comer. “¿Y vos Doli qué vas a pedir?” “Pilu ¿qué pediste?” “Mary ¿con mayonesa o sin ella?”. A mí nadie me preguntó nada. No pedí nada y no hicieron un solo comentario al respecto. Después de todo el dolor que me habían causado habían decidido por fin dejarme vivir (¿morir?) como yo quería. Nos sentamos y nos sacamos fotos cuando terminaron de comer. Todavía tengo esa foto. Estoy sonriente y sin embargo mis ojos dicen: “pronto no voy a estar más”. Mis compañeras no sospechaban mi inexorable desaparición del mundo, pero si hubieran hecho un vistazo más profundo hubieran detectado las manchas del dolor, de la dejadez, de la hipocresía, del desgano, de los últimos adioses que desperdigaba por el mundo. No podía dejar de verlas como las causantes de mis estragos, de mis malestares. Quería morirme y sin embargo rezaba por que quedase mi presencia fantasmal para ser testigo de los momentos donde se arrepintiesen por haber hecho de mi vida un calvario.
" Tenemos miles de cosas en común y leer tu vida me sirvio de mucho. Gracias Cielo. Gracias. "
4 comentarios:
ojo vos eee,
Me mueroo
vos me entendés...
amo ese libro, pero el chabón no se llama alejo?.
de todas formas un dia de estos lo voy a agarrar y lo voy a leer de nuevo :)
te quiero! :)
Yo tambien lo tengo como Alejandro jajaja, es que me lo bajé de internet al libro, pero creo que el nombre real es Alejo ..
un beso jaja
Me encantó tu blog, y me gusta mucho abzurdah, me siento identificada.
Un beso (:
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